Aunque se desconoce la fecha exacta en la que se empezaron a utilizar los hornos de leña su presencia no se limita a una única zona geográfica. Se han encontrado recientemente restos de hornos en Egipto, Babilonia y Mesopotamia, zona rica en arcilla de muy buena calidad, que datan del año 4000 a.C. Estos hornos contaban con tapa de adobe en forma de campana que permitía que los alimentos se cocinasen tanto por arriba como por abajo. Los indios guaraníes lo llamaban tatacuá (tata: fuego – cuá: cueva) o pacuá (hueco del diablo).
2.000 años más tarde, los griegos modificaron el diseño del horno tandoor y le añadieron una puerta en la parte delantera para que acumulara el calor durante más tiempo.
El origen de los hornos de barro, tal y como los conocemos hoy, es el horno moruno (o antiguo), empezaron a utilizarse por los romanos y pueblos ibéricos llegando a hacerse famosos por los árabes, quienes practicaban una apertura lateral en un montículo de tierra e iban excavando hasta dejar un hueco en su interior. El horno moruno conocido desde el siglo XV en toda la Península Ibérica como calera, se utilizaba para la cocina, alfarería y fabricación de yeso o cal.
En Argentina, el horno de leña estaba presente en la gastronomía de los primeros asentamientos españoles del norte y centro y poco a poco se fueron extendiendo a otras regiones. En la zona rioplatense empezaron a denominarse hornos de barro por el principal material con el que se construían.
Los piratas que habitaban cerca de Chile e islas del Pacífico en los siglos XVII y XVIII hacían un hueco en la arena y le añadían piedras para cocinar, de ahí viene el nombre bucanero, bu canear, es decir, ahumar la carne. En Europa, existían hornos comunitarios donde se cocinaba primero para la familia real y la corte y luego para el resto del pueblo. Afortunadamente, en la actualidad existen hornos de barro al alcance de todos y son un símbolo de la gastronomía popular de muchos lugares. Cocinar en ellos no sólo es saludable, además es un manjar para nuestro paladar.