Mesa de despacho o cómo envejecer madera



¿Os acordáis de que el otro día hablábamos de ese síndrome de "bah, si eso me lo hago yo en un rato, más barato y más bonito"? Hoy os traigo un súper ejemplo de eso mismo. Un ejemplo, que me eleva de categoría: de "crafter" paso a ser "maker".
Os cuento. Hace unos meses me hice una cuenta premium de Skillshare. No sé si conocéis la página, es una plataforma repleta de cursos en formato vídeo con un foro y unos ejercicios o tareas a realizar. Es un formato que se ha hecho muy popular en Estados Unidos y que les debe de funcionar genial. Skillshare es bastante técnico. Vamos, que se centra en programas, diseño y ese tipo de cosas principalmente, aunque hay bastante variedad. Pero también hay un par de plataformas similares con cosas más craft, como son Creativebug y Craftsy.
En fin, que me disperso. Yo, que tengo un trastorno obsesivo-compulsivo y no lo escondo (porque creo que es mi mejor cualidad), me decidí a hacer todos los cursos. Todos. Uno por uno, sin dejarme nada. Aunque no tenga suficiente vida. Y en agosto, el mes tonto por antonomasia, por las noches, antes de irme a dormir, me puse a ello con fervor.
Y fue así como descubrí que además de crafter soy maker.
Los makers son una gente guay. En lugar de usar agujas de ganchillo y máquinas de coser, se compran caladoras, circuitos eléctricos y atornilladoras. Se pasan direcciones de lugares donde te cortan corcho, metacrilato o piedra según el archivo de Illustrator que tú les envíes y se reúnen en una especie de gimnasios donde pagas un tanto al mes para, en lugar de levantar pesas, usar impresoras 3D y cameos silhouette.
Son una gente curiosa a la que todavía miro con un poco de respeto (y un mucho de preocupación por su salud mental) cuando hacen cosas como una máquina que gira el bote de mantequilla de cacahuete cada 12 horas para no tener que hacerlo ellos (true story, y sí, yo puse la misma cara que vosotros). Pero también son capaces de pequeños milagros robóticos y de soluciones ingeniosas a problemas cotidianos. Y maestros en el arte de decir: "Eso me lo hago yo en un rato, más barato". Y punto. Porque lo del bonito como que no les importa mucho.
Así que yo creo que hay que mejorar la raza y unir a crafters con makers. Los unos crearán máquinas que nos sirvan margaritas y los otros las decorarán con washi tape y flores naturales, les tejerán un tapete de ganchillo o les coserán una funda para que no haya que verlas mientras no estén en marcha. Y tendremos un mundo perfecto.
Vuelvo a divagar. En fin, que los makers molan. Y que hay un gimnasio de esos en Barcelona. Todavía no he ido a echar un vistazo, pero debo reconocer que la posibilidad de jugar con determinadas herramientas industriales me seduce mucho.
Pero yo venía hoy a hablaros de mi despacho. Ha sido el centro de las reformas en Casa Pompón y yo creo que ha quedado bastante apañado. Mucho más pequeño, pero bastante apañado. Como el tamaño se debe haber dividido por cuatro, me he visto obligada a tirar cosas. Muchas, muchas cosas. Y una de las cosas que pasó a mejor vida, al despacho de mi padrastro, fue nuestra mesa.
La mesa llevaba con nosotros más de 10 años y era enorme, de dos metros y medio por 80 centímetros. Estaba como nueva, pero una cosa tan monstruosa no nos cabía en nuestro nuevo y delicado despacho de 5 metros cuadrados. Así que hablé con el pomelo y pronuncié las palabras que creo que a día de hoy más lo aterrorizan:
"¿Qué te parece si la hago yo?"
Protestó relativamente poco, así que lo arrastré al Leroy Merlin para comprar un tablón de madera de pino, sin tratar, de solo 60 centímetros de ancho. Y luego lo arrastré a Ikea y compramos un par de cajoneras estrechas, estrechas (tamaño folio) y un par de patas, todo de color blanco.
Pero, ¿a que no parece pino sin tratar? ¿A que es mucho más bonito?


Eso es porque envejecimos la madera nosotros mismos. Y vais a alucinar de lo fácil que es.
Solo necesitáis un litro de vinagre, un poco de lana de acero, esmalte al agua blanco y barniz incoloro (en nuestro caso, mate).
Lo primero que hicimos fue armarnos de paciencia, porque hay que meter la lana de acero en un bote de cristal, añadirle el litro de vinagre y esperar 4 o 5 días a que se oxide muy bien y deje el vinagre manchado y oscuro. Sí, sí, como lo leéis, vamos a oxidar la lana de acero en vinagre. Y el vinagre va a coger un color oscuro (y feote).


Ese es vuestro tinte, así que pasados los 4-5 días (o incluso más!) ya podréis empezar a usarlo. Nosotros pusimos nuestro tablón sobre dos taburetes y con un pincel ancho, cubrimos toda la superficie.
Ojo con las pinceladas, hay que mojar siempre todo el tablón. Si aplicáis solo un par de pinceladas sobre el tablón seco, cuando se sequen se van a notar (preguntadme cómo lo sé). Así que le podéis dar dos o tres capas, pero siempre mojando toda la superficie.
Al principio no lo veréis, pero al cabo de un rato notaréis como la madera va cambiando de color, se va oxidando y va cogiendo un color viejuno. En nuestro caso, como la madera era pino, pasó a tener un tono un poco rojizo, pero el efecto es diferente según la madera que manchéis. Puede ser, además, que os queden diferentes colores en el propio tablón, según cómo sean los listones que se han usado para hacerlo. Pero eso es lo bonito.


¿Os acordáis que cuando hablamos de cómo pintar muebles mencionamos el repelo? Pues en maderas sin tratar como esta, el repelo aparece invariablemente al ir aplicando diferentes productos. Coged la lana de acero que no hayáis metido en el vinagre y frotad el repelo hasta eliminarlo.
Si queréis un aspecto más viejo todavía, podéis lijar diferentes partes del tablón, hacerle marcas con un martillo, un par de tornillos, un cuchillo, unas tenazas... Y después volvéis a aplicar tinte.
El vinagre se seca muy rápido, así que es posible que le podáis pasar dos o tres capas de tinte seguidas sin grandes problemas.
Cuando ya hayáis conseguido un color que os guste, dejad secar el tablón toda una noche.
Para unificar los tonos y darle un aspecto todavía más viejuno nosotros le dimos una suavísima capa blanca. Para ello disolvimos una parte de esmalte al agua blanco en tres partes de agua. Sumergimos una gasa para pintar (las venden en cualquier ferretería, junto a la lana de acero) en la mezcla de agua y pintura, escurrimos bien y frotamos la gasa por todo el tablón. Eso le dio una pátina blanca muy tenue, que apagó un poco el color subido de la madera, pero sin cubrirlo.


Si lo preferís, podéis añadir menos agua. Al 50%, por ejemplo, sigue sin cubrir, pero apaga más todavía el color de la madera. Si la madera en sí no es demasiado bonita (y dentro de unos días os enseño otra que no lo era) es mejor poner más pintura para suavizar el color original.


Lo dejamos secar toda una noche otra vez, y al día siguiente le dimos tres capas de barniz extra resistente y mate, para que la mesa pareciera totalmente antigua. Con el barniz salió todo el repelo que los nudos tenían escondido, así que hubo mucho trabajo manual de frotar y frotar hasta tener una superficie plana y suave.
Para montar la mesa, pusimos una cajonera blanca a cada lado y las dos patas en el medio, para evitar que con el tiempo el tablón se hunda.


No podría estar más contenta con mi mesa. Me parece la más bonita del mundo, principalmente porque me la he hecho yo. Y sinceramente, creo que conseguir hacer cualquier cosa con la imaginación y las manos (y un poquito de ayuda de Google) nos da un subidón increíble que demuestra que, en el fondo, todos somos crafters y somos makers.
¡Feliz fin de semana!
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